En el Camino de Santiago se aprenden varias lecciones con el paso de los días. La primera es que, cuantas menos cosas se lleven a la espalda, mejor. Lo agradecen las rodillas, pero también el espíritu, justo en el preciso instante en el que se da cuenta de que hace falta poco para vivir a gusto, que no cómodo.

Otras lecciones tienen que ver con el desprendimiento de preocupaciones futuras o invertir en calcetines sin costuras para no acabar con los pies destrozados.

Sin embargo, hay una que va tomando cuerpo cuando se pasan varios días y varias noches compartiendo habitación con completos desconocidos: puedes dejar tus cosas fuera de vista durante unas cuantas horas y es bastante probable que cuando vuelvas sigan ahí, exactamente en el sitio donde las dejaste. 

Símbolo del Camino de Santiago.

Símbolo del Camino de Santiago. iStock

Un amigo con el que he compartido estos últimos días algunas etapas del camino francés sacó a relucir en una cena en Zubiri el concepto de la 'high trust society'. Es decir, una sociedad con una confianza interpersonal alta.

De cómo esa 'high trust society' era palpable en el ecosistema del Camino, pero, sin embargo, había ido desapareciendo progresivamente de las sociedades occidentales.

Su argumento fue que la confianza que hacía que el señor japonés de nuestra habitación dejase su Nikon encima de la cama mientras se duchaba sin miedo a que se la robasen se asentaba en el cristianismo que recorre como un arrullo los caminos que llevan hasta Santiago.

Que esta burbuja de campos y montañas y barro y albergues era uno de los últimos reductos en los que se podía percibir una alta confianza en el vecino encarnada en un perfecto desconocido, sin la premisa (o la coacción) de, por ejemplo, la vigilancia a lo Gran Hermano. 

Por supuesto, hubo discrepancias.

Uno de los argumentos fue que, igual que depositamos nuestra confianza en los bancos en los que guardamos nuestros ahorros, así lo hacemos también con los conductores que van por la autopista, con quienes nos venden los alimentos que vamos a ingerir o con quien vayamos a compartir una habitación. 

La base de toda sociedad civilizada se construye sobre la confianza mutua de no hacer el mal. Y confiamos, en muchas ocasiones, porque no nos queda otra.

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Consecuencia del cristianismo o de la ausencia de más opciones, esta premisa de la sociedad fundada sobre una confianza mutua me resulta completamente desajustada con la realidad que se vive en nuestras esferas políticas, teniendo en cuenta los acontecimientos de las últimas semanas.

Viendo las acusaciones y las formas y sus reacciones. La base ha pasado a construirse precisamente sobre la confianza de que el otro, si puede, te hará algún mal. 

No es ningún descubrimiento que la polarización política acaba con la confianza. Pero no sólo entre los políticos o el votante y el político, sino también entre los propios ciudadanos.

Y lo hace porque falla una de las principales características de una sociedad con una alta confianza interpersonal: la compartición de unos fuertes valores éticos.

Y es aquí donde empiezan los conflictos. Porque ¿en qué creemos conjuntamente como sociedad? ¿Cuáles son nuestros fundamentos imprescindibles para construir algo valioso de forma conjunta? ¿Hacia dónde nos queremos siquiera dirigir?

Son preguntas cuyas respuestas se han ido erosionando. 

Pero pensaba en ellas cuando me encontré de nuevo con el señor japonés acabando una de las etapas, con la Nikon bien atada a la mochila. Como escribía Hemingway, la mejor forma de averiguar si puedes confiar en alguien es, sencillamente, confiando.

Puede que, a este respecto, un buen comienzo, un punto de partida que ayude, sea que, conjuntamente, decidamos empezar a caminar en una misma dirección.